¿Qué nos depara el futuro?

Nuestra época de turbulencias podría derivar en el colapso de la civilización moderna, pero también podría brindar posibilidades para un cambio que nos haga mejores.
¿Qué nos depara el futuro?

Estas dos posturas parecen, a primera vista, diametralmente opuestas, pero en realidad son dos caras de la misma moneda. En ambas se destaca un conjunto de tendencias sobre otro. Los optimistas, por ejemplo, suelen señalar estadísticas engañosas sobre la reducción de la pobreza como prueba de que el mundo se está convirtiendo en un lugar mejor. Los pesimistas, en cambio, tienden a quedarse con las peores hipótesis sobre un colapso climático o financiero y presentan estas posibilidades reales como hechos inevitables.

Es fácil comprender el atractivo de estas historias sesgadas. En cuanto seres humanos, preferimos imponer un relato claro y lineal a una realidad caótica e impredecible; la ambigüedad y la contradicción son mucho más difíciles de soportar. Sin embargo, este énfasis selectivo da lugar a explicaciones del mundo fundamentalmente viciadas. Para comprender de verdad la compleja naturaleza de nuestra época actual, necesitamos en primer lugar aceptar su aspecto más atemorizante: su carácter fundamentalmente indeterminado. Es esta incertidumbre radical —no saber dónde estamos ni qué nos espera— lo que da lugar a esa ansiedad existencial.

Los antropólogos tienen una palabra para este perturbador tipo de experiencia: liminaridad. Parece muy técnico, pero capta un aspecto esencial de la condición humana. La liminaridad — término derivado de umbral en latín— significaba en su origen la desorientación que se siente durante un rito de paso. En un ritual tradicional con motivo de la mayoría de edad, por ejemplo, señala el momento en que el adolescente ya no es considerado un niño, pero tampoco es reconocido como adulto: está a medio camino, ni aquí, ni allá. Pregúntale a cualquier adolescente: vivir en ese estado de suspensión puede ser muy desconcertante.

Nos encontramos en medio de una dolorosa transición, en una especie de interregno, como lo llamó el teórico político italiano Antonio Gramsci: entre un viejo mundo que agoniza y uno nuevo que lucha por nacer. Esos cambios de era están inevitablemente plagados de peligros. Sin embargo, a pesar de todo su potencial destructivo, también están llenos de posibilidades. Como señaló una vez Jacob Burckhardt, el historiador del siglo XIX, las grandes turbulencias de la historia mundial se pueden ver del mismo modo “como auténticos síntomas de vitalidad” que “desbrozan la tierra” de ideas desacreditadas e instituciones decadentes. “La crisis debe considerarse un nuevo eje de crecimiento”, escribió.

Una vez que aceptamos esta naturaleza bifronte de nuestra época, a un tiempo aterradora y generativa, surge una visión muy distinta del futuro. Ya no concebimos la historia como una línea recta que tiende, o bien hacia arriba, hacia una mejora gradual, o bien hacia abajo, hacia un inevitable colapso. Más bien, vemos fases de relativa calma salpicadas de vez en cuando por periodos de gran agitación. Estas crisis pueden ser devastadoras, pero también son los motores de la historia. El progreso y la catástrofe, esos opuestos binarios, en realidad están unidos por la cadera. Juntos, participan en una interminable danza de destrucción creativa, abriendo siempre nuevos caminos y entrando en espirales hacia lo desconocido.